Tako no ama, Katsushika Hokusai
No todos los amantes de la cultura japonesa conocen hasta qué punto las láminas shunga-e fueron representativas del periodo Edo tardío.
Hablamos de una tipología concreta de ukiyo-e,
recordémoslo, esas xilografías producidas en masa y vendidas entre la
gente sencilla, y cuya temática era erótica cuando no directamente
pornográfica. Shunga-e significa literalmente imágenes de primavera,
en un eufemismo que equipara al sexo con el renacimiento de la
naturaleza o el vitalismo más vívido.
Al término podrían otorgársele
otras figuraciones más rebuscadas, pues el reverdecimiento optimista es
una analogía de los únicos momentos de confort femenino: la lisonja que
precede al acto sexual y, solo quizá, el sexo en sí mismo.
Son múltiples
los ejemplos de ukiyo-zōshi
donde samuráis venidos a menos eran capaces de hipotecar sus vidas a
cambio de pasar una noche con alguna mujer galante de Yoshiwara. La
cortesana pasaba a ser, por ende, un objeto de deseo casi deificado en
estas estampas, ídolo de culto, evocador de las sensaciones y los
placeres, paradójicamente insertado en medio de una sociedad budista que
promulgaba todo lo contrario.
Las bijin (mujeres bellas)
eran entonces las estrellas esenciales de estas xilografías,
conmocionando un sistema social casi milenario a través de sensuales
grabados, casi análogos al consumo de una revista erótica o un portal
web de corte pornográfico en nuestra sociedad actual. Y decimos casi
porque, pese al alto grado de explicitud común a este tipo de arte
popular, la imaginación del espectador jugaba un papel crucial en su
disfrute.
He ahí las características pictóricas del ukiyo-e,
siempre tendente a la estilización de las figuras y la marcada planitud
de los colores, alejándose del realismo visual
consuetudinariamente explotado en el mundo occidental. Lo
mismo sucede con la mayoría de desempeños artísticos propios del Japón,
cuyos arquetipos actúan con el fin de que el consumidor acabe de
construir en su mente la percepción transmitida por la obra. En
realidad, estamos ante otra influencia prototípica del pensamiento
budista, que, según algunas de sus ramas y caminos más destacados,
defiende la irrealidad de nuestro entorno.
En
ese caudal artístico de expresividad minimalista e ideográfica, tan
proclive a apoyarse en la sugestión del individuo, resultó más sencillo
que otra serie de factores propios del folclore nacional –y
nacionalista– fuesen introduciéndose hasta adquirir gran relevancia. Uno
de ellos fue el elemento fantástico, o, más concretamente, usando la
retórica de Todorov aplicada a Japón, lo extraño e insólito. De este modo, no será difícil hallar subgéneros del shunga en los que hagan acto de aparición criaturas sobrenaturales como yûrei, o yokai
o multitud de bestias adoptando comportamientos propios de los humanos.
La lámina más famosa de esta tipología animal es sin lugar a dudas Tako no ama, más conocida a nivel global como El sueño de la mujer del pescador.
En ella, una hermosísima buceadora ama reclinada sobre las rocas recibe los favores sexuales de una pareja de pulpos. El primero, de grandes dimensiones, fricciona sus numerosos tentáculos a lo largo del cuerpo desnudo de la mujer y le practica un cunnilingus, al tiempo que el segundo, de tamaño más reducido, estimula el pezón y la besa de manera entusiasta.
Condicionado tal vez por el anime reciente, el espectador
podría figurarse que está presenciando una suerte de violación, lo cual
puede ponerse en entredicho al apreciar el semblante distendido de la
protagonista, junto al hecho de que esta se aferre vehementemente con
sus manos a los tentáculos del cefalópodo mayor.
De una forma u otra, acudamos al texto que acompaña a la lámina para despejar cualquier tipo de duda:
- Pulpo mayor: Desde
hace tiempo me cuestionaba cuándo llegaría el momento de raptarte y hoy
ha llegado ese día. Ha tardado, sí, pero ya estás bajo mi posesión
mientras disfruto de tu turgente y sabroso coño. No voy a parar de
chupártelo hasta que me canse y luego te llevaré conmigo al palacio del
Rey Dragón, donde te mantendré cautiva.
- Mujer: (gemidos de placer)
¡Ay, maldito pulpo! Si sigues lamiendo el interior de mi matriz vas a
dejarme sin aliento y conseguirás que me corra. Estás consiguiendo con
tu pico que mi vagina se abra cada vez más y más… ¡Pero no me juzguéis!
Porque ¿quién puede resistirse al placer de ocho brazos? (gemidos). Noto
cómo me estoy inflamando por dentro… ¡tus líquidos me queman! No puedo
parar de sentir la quemazón una y otra vez… Me estoy dejando llevar… ¡Me
corro! ¡Me corro!
- Pulpo menor: cuando
mi hermano haya acabado yo también restregaré mi boca por tu culo y tu
coño hasta que te desmayes. Pero ahí no acaba todo… en el momento que te
despiertes lo haré de nuevo (risas).
El tono meridiano del pasaje no significa en absoluto que su autor, Katsushika Hokusai, el celebérrimo padre de La gran ola de Kanagawa,
fuese un perturbado o explotara el sexo como denominador común en su
prolija obra; más bien al revés.
Katsushika Hokusai
Nacido en 1760, fue adoptado en Edo por
una familia llamada Nakajima a la temprana edad de tres años. A partir
de los cinco ya era capaz de plasmar pictóricamente multitud de
conceptos complejos, y se calcula que en torno a los diez comenzó a
trabajar en un taller de grabados xilográficos.
Ya adulto, pasó a estar
bajo la tutela del conocido especialista de ukiyo-e
Katsukawa Shunshô, iniciando así uno de los ascensos más meteóricos del
periodo Tokugawa. Tan grande llegó a ser nuestro personaje que
pertenece al selecto grupo de grabadores famosos en vida,
mérito poco frecuente en un ámbito artístico de corte popular, y que
solo llegaría a ser universalmente reconocido tras la caída de la
política Sakoku y el inicio del fenómeno japonista. Entonces, Hokusai volvería a fascinar al mundo a través de sus Treinta y seis vistas del Monte Fuji (1823-1833) o su obra semi-póstuma, Hokusai Manga (1814-1878), entre otras muchas.
Al
hilo de la última obra citada en el párrafo anterior, detengámonos por
un instante en el significado literal de los sinogramas del vocablo manga: Man (漫) quiere decir ilustración o dibujo, mientras que Ga (画) expresa informalidad. En suma, gran cantidad de láminas ukiyo
abordarían escenas cotidianas o singulares, costumbristas o
fantásticas, desde una perspectiva distendida e incluso paródica. A El sueño de la mujer del pescador
puede y debe aplicársele dicho precepto, pues no hace sino
caricaturizar por medio del sexo un ancestral relato del siglo VII
llamado Taishokan.
Taishokan
Este monogatari
multiadaptado aborda un episodio legendario de la vida de Nakatomi no
Kamatari, fundador del clan de validos más importante de Japón: los
Fujiwara. Según el cuento, la belleza de la hija menor de Kamatari no
conocía parangón, por lo que constantemente recibía en palacio comitivas
ofreciéndole casamiento. Ninguna satisfizo al padre de la joven salvo
la del emperador chino Taizong, acaso el hombre más poderoso bajo el
Cielo según el punto de vista asiático de la época. Una vez erigida en
emperatriz de la China Tang, la niña se convirtió al budismo y quiso
construir en su ciudad natal, Nara, un fastuoso templo en honor a Buda.
Taizong, ansioso por complacer a su bellísima esposa, asumiría el coste
de la construcción enviando un tesoro que incluía una joya de
incalculable valor.
Los
acontecimientos parecieron discurrir con normalidad hasta que la
comitiva encargada de defender la fortuna fue atacada durante el
trayecto por el ejército del Rey Dragón del Mar. Cuando Kamatari conoció
que la gema había caído en las garras de la criatura urdió un plan
maestro en un intento desesperado de revertir la situación.
Primeramente, se hizo pasar por plebeyo y casó con la más diestra
nadadora de la región; al cabo de tres años ambos concibieron un hijo,
momento en que Kamatari reveló su verdadera identidad y rogó a su esposa
que buceara hasta recuperar la piedra. Mientras tanto, convocaría a los
mejores músicos de Japón para interpretar un concierto en medio del mar
y así distraer al Rey Dragón y su ejército, quienes se verían obligados
a abandonar momentáneamente el palacio submarino donde se guardaba la
gema.
En
un principio la estrategia pareció dar resultado, puesto que la esposa
de Kamatari llegó hasta las entrañas de la gran construcción y recuperó
la joya. Desgraciadamente, justo antes de llegar a la embarcación que la
aguardaba en superficie, fue sorprendida por uno de los dragones
marinos guardianes. Sabedora de la imposibilidad de escapar de aquel
elemental de agua en su propio medio, se abrió discretamente el pecho e
introdujo la piedra en su interior. Unos pocos días después los hombres
de Kamatari recuperaron el cuerpo sin vida de la buceadora, descubriendo
a su vez dentro de su tórax aquel tesoro tan preciado. Se dice en Nara
que, gracias a la heroicidad de la esposa del primer Fujiwara, el brillo
de la joya pudo irradiar magnífico en la frente del Daibutsu de Kōfuku-ji.
Si bien la popularidad de la pieza siempre fue en aumento, las recreaciones teatrales de Taishokan
se acortaron paulatinamente hasta limitarse a escenificar tan solo el
agón principal; es decir, el episodio de la buceadora pretendiendo
escabullirse del monstruo de manera infructuosa, también llamado Toma de la Joya, o Tamatori Monogatari.
Por consiguiente, la narración fue avanzando por la historia japonesa
adaptándose tanto al hieratismo del noh como a la ligereza del kyôgen, reinterpretándose bajo la gravedad del kôwakamai o vistiéndose de mil colores en el caso del kabuki.
Quisieron los hados, pues, que el éxito de Taishokan se perpetuara hasta coincidir en el tiempo con el esplendor del ukiyo-e,
que siempre le reservaría un trato especial al capítulo de la
buceadora. Cada vez en mayor grado y gracias a las ventas de las
estampas, la mujer submarinista y su pérfido rival ofidio fueron
desplazando en el imaginario colectivo a los verdaderos protagonistas
del relato: Kamatari y el Rey Dragón. Solo quedaba la ocurrencia de
Hokusai de sustituir al reptil y sus ansias de recuperar la gema por un
pulpo gigante movido por otro tipo de pulsiones más terrenales.
Contexto cultural
Pero ¿por qué habría el Maestro de parodiar la iconografía de una obra de consuno aceptada?
La leyenda de Taishokan se concibió como una flagrante propaganda del aún por entonces poco extendido budismo mahayana.
Durante los periodos Nara (710-794) y Heian (794-1185), muy próximos al
relato en cronología, el budismo se asentaba en su mayoría entre la
conocida como buena gente,
estrato formado por la nobleza palaciega japonesa. No podía ser de otra
manera, entendiendo la complejidad de una doctrina que exige cierto
intelecto y capacidad cultural por parte del creyente que la abraza. Por
otro lado, los llamados inakabitaru,
personas rústicas, sin apenas tiempo entre sol y sol de trabajo,
persistían en sus creencias shintoístas, mucho más sencillas y
adaptables a su modus vivendi.
Tanto
el shintoísmo como el budismo han cohabitado armoniosamente a lo largo
de casi toda la historia del país, lo cual no evita que, eventualmente,
ciertos sectores favorables a alguno de los dos sistemas confrontasen
con partidarios del opuesto. Eso mismo ocurrió con los interesados
creadores del Taishokan, capaces de convertir a Kamatari, ministro del Jingikan
—departamento de culto shintoísta— en personaje principal de una
historia exaltadora del budismo. Y lo hicieron por medio de un cuento
simple y directo, en el que esa celebridad histórica se desvivía por
dignificar la figura de un santón extranjero. Nada hay aquí de
intrincados acertijos koan
que allanen el camino hacia la iluminación, ni tan siquiera enseñanzas
dotadas de una mínima complejidad. Y es que el texto se construyó
precisamente para impactar a los shintoístas incapaces de asimilar los
sutras o los sermones de los bonzos. Y asumido esto, ¿por qué no tantear
las ventajas de simpatizar con la creencia que aparece en una epopeya
tan conocida y popular? En consecuencia, el éxito del cuento fue
rotundo, pues no olvidemos que consiguió plantar de una manera asequible
la semilla del budismo en un sector de la población hasta entonces
impenetrable.
Mas
por todos es sabido que la historia consiste en ciclos que se alternan,
y curiosamente en la época de Hokusai el shintoísmo fue la religión
promocionada por las élites políticas y sociales del país. Las
sensaciones adversas hacia los namban que movieron al tercer shogun, Iemitsu, a la clausura de Japón bajo siete llaves
siempre permanecieron latentes. Tan solo se necesitó el avistamiento de
balleneros rusos y estadounidenses cerca de las costas del país, o las
noticias llegadas a Dejima sobre el avance tecnológico en occidente,
para volver a despertar las suspicacias hacia todo lo que oliera a
extranjero. La respuesta fue cerrar filas amparándose en la santidad del
Mikado, así como en el nacimiento de un nacionalismo de corte
extremista que germinaría décadas más tarde en la filosofía política del
sonno joi: reverenciar al emperador y expulsar a los bárbaros.
Refugio
dentro del país y refugio bajo el seno omnipotente del dios-emperador,
no lo olvidemos, también sumo sacerdote de la religión autóctona: la vía
de los kami.
Ahora es fácil entender por qué durante el primer tercio del s. XIX
podría interesar comercialmente burlarse de una historia con sustrato
budista. Pero no todo estaba hecho; aún faltaba execrarla mediante
símbolos shintoístas, paso dado por Hokusai al sustituir el dragón por
un pulpo dotado de actitudes humanas, fornicando con una mujer.
Ejecutando solo una maniobra magistral, el autor consiguió hacerle un
guiño al animismo masivo propio del shinto, al tiempo que explotó el
vitalismo inherente a esa religión por medio del acto más regenerador
del mundo: el sexo.
Evoquemos ahora, para cerrar el círculo, el rol del falo en matsuris
shintoístas tan conocidos universalmente como el Kanamara. Pene o
tentáculo, ambos apéndices lúbricos capaces de sentir el tacto en grado
sumo y explorar cualquier resquicio corporal. No obstante, si la lucha
invisible entre religiones librada en el interior de la xilografía de
Hokusai pasaba totalmente inadvertida para la mayoría de japoneses,
imagínese el lector en el caso de los extranjeros. A ellos el estímulo
les llegaba exclusivamente desde lo sexual-grotesco, porque en tales
casos la moral judeocristiana suele bascular entre la repulsa hacia lo
abyecto y la fascinación por lo prohibido. De ahí que, en pleno
esplendor del japonismo, el motivo del pulpo y su erótica viscosidad fuera adoptado por artistas tan universales como Felicien Rops en El pulpo (circa 1860), o Pablo Picasso en su desconocida obra de juventud, Mujer y pulpo
(1903). Llegado 1981, en uno de esos prodigios fruto de la casualidad,
tres directores de cine homenajearon en pantalla grande la xilografía de
Tako no ama. Hablamos de Andrzej Zulawski y su experimental Possession; Bruce D. Clark y su fallida copia de Alien, La galaxia del Terror; y por supuesto, Sam Raimi y su mítica Posesión Infernal.
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